martes, 18 de octubre de 2011

Confesiones de un extraño

  Yo escribo en doce. Porque es lo perfecto. Doce líneas, doce palabras.

 Doce. Era el número de habitantes de la casa, nosotros diez pensionistas, y ambos dueños. Doce. Como los doce números del reloj, las doce de la noche, momento mágico. La puerta marcaba la casa número doce, y seguramente había doce pasos desde la calle a la entrada. La imperturbable cifra marcaba nuestra existencia como una regla de oro, sellada a fuego sobre nuestras cabezas, tan importante como el minutero que no puede saltarse cinco de sus preciados minutos. La confraternidad, el precio módico que nos cobraban por habitación, baño, y tres comidas diarias, hacía de nuestra estancia en esa ciudad lejana una agradable experiencia. Pero no todo es normal para siempre, porque si el mundo fuera parejo, sería aburrido y monótono. Pues bien, un día se rompió la regla, se quebró el sello, se agregó un paso a la entrada. Un golpe en la puerta, un grito de felicidad, y a la hora de la cena vimos una nueva integrante en la familia. Una muchacha como de mi edad y ojos de expresión inocente. Era la hija de los dueños.

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Los días que siguieron a ese, sorprendí a la muchacha observándome con las mejillas arreboladas, suceso nómade en mi vida, ya que, soy un hombre bastante solitario, no cercano a las fiestas ni a los lugares concurridos, lo que no me hace muy popular entre las mujeres. Volviendo a la muchacha, cada vez que me alcanzaba un objeto o dirigía la palabra, me enseñaba una gran sonrisa y bajaba los ojos, con un destello rosado en su pálida piel. De manos finas y nariz agradable, con una voz suave y con una tendencia a descuidarse del tiempo y del mundo, me terminó por simpatizar. A veces hablábamos, ella me preguntaba por mi vida y yo le respondía un par de cosas, porque nunca he sido muy adicto a estar ventilando mis recuerdos, eso es privado y una de las pocas cosas que se pueden almacenar sin que nadie las toque y use para el mal. Pero en la casa número doce, el mal era algo que ni siquiera se pensaba encontrar, tan idílico y perfecto era nuestro mundo.

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 Un día como cualquiera (aunque no día doce, eso claro está) desperté, realicé mi habitual rutina y estando pronto a bajar las escaleras para tomar el desayuno de la casa, escuché un grito aterrorizado. Con un amargo presentimiento, caminé hasta el primer piso y me detuve al darme cuenta de porque el miedo absoluto: la hija de los dueños estaba en el suelo, con los inocentes ojos apagados y una mueca de terror. Alguien llamó a la policía. En un par de minutos, nuestro mundo de rompió, se cerraron las ventanas felices y la casa se cubrió de sombras confusas. El dueño, desesperado, se puso en pie y nos señaló con un dedo amenazante, acusándonos del horrible crimen de acabar con la existencia de su hija. Nos llevaron a una comisaría, donde nos preguntaron diferentes cosas que prefiero no recordar, pues la mayoría eran confusas y sin relación aparente con el suceso. Finalmente, visité a la muchacha en el hospital al que la llevaron en un desperado intento de salvar su vida, la cual pendía de un finísimo hilo, muy pronto a cortarse. Sin embargo, no pude entrar a la habitación y marché rumbo a la casa.

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  La carta se cayó de mis manos. Tomé asiento en una pequeña silla del departamento que debí alquilar luego que el dueño de la casa la vendiera. Ya cómodo, me recuperé del mareo que me provocó la noticia: El caso se había resuelto, y yo era el culpable. El citatorio descansaba en el suelo, y si no me hubiese sujetado de la silla, estaría junto a él. Porque, no tienen derecho a decir que yo soy el culpable. Seguramente si la muchacha pudiera resucitar, aseguraría que yo soy la última persona que habría sido capaz de cometer aquel crimen atroz. No digo que fuera su amigo, pero disfrutaba de su compañía. No le decía tantas cosas, pero era mejor así. Todo el mundo cree que con las palabras sellarán relaciones importantes por el resto de sus vidas, pero son esas mismas las que las rompen y terminan por destruir. La justicia no tiene idea. Yo no fui. Necesitaba para demostrar que yo no lo hice. O huir. Esa última idea invadió mi mente y me abrió una ventana de esperanza. Seguramente porque eran las doce del día.

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 Sudaba frío. No pude escapar de las autoridades y el “intento de fuga” sólo agravó mi falta. Ahora estaba, naturalmente, en mi juicio, en donde en poco tiempo más se dictaría mi sentencia. Me llamaron adelante. Atolondradamente juré decir la verdad y contesté millones de preguntas inquisidoras que nada tenían que ver con el caso. Al volver a mi puesto, me senté nervioso y si no es por el vaso de agua que descansaba junto a mí me hubiese desmayado. Finalmente, el juez anunció el veredicto: Yo era culpable… ¡Culpable yo! Miré la hora… faltaban cinco minutos para las doce. Solo cinco minutos más y seguramente algo bueno pasaría, algo justo. Siempre he sido un hombre tranquilo, así que fue exactamente así como me comporté a pesar de las injusticias. Sin embargo, por dentro, temblaba. Los hombres en la cárcel son horribles, desarrollan la justicia por sus propias manos, y nos son mejores que el juez que decidió mi futuro. Pero ya no tenía que más hacer.

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  Aire frío. Ahora, la justicia. En doce respiros, como la vez anterior.

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  Ya no queda tiempo. El reloj avanza y ya vienen esos hombres de blanco, intimidantes, extraños. Como todas las tardes. Este lugar no me gusta, quiero salir. Pero no me es posible, ya que, a mi hoja de vida se le agrega “fuga de la cárcel” e “intento de homicidio”. Pero eso no es verdad. Un día desperté en este lugar, desorientado. Seguramente alguien cometió un delito y me culparon a mí. Arriba de este párrafo hay algo escrito. Son doce palabras. Pero doce mentirosas palabras. Alguien hurtó mi letra y escribió aquello. Yo jamás maté a la muchacha en doce respiros ahogados, no siento el aire frío desde que me encerraron injustamente. Ni menos me despedí de ella con un beso en la frente, pidiéndole que me perdonara, pero no es posible agregarle un número más al reloj. Quien les cree a estos locos, es un tonto. Y enfermeros se dicen llamar. Según dice, tengo un monstruo en el cerebro, un defecto. Ellos deberían encerrarse aquí y sacarme. Ya vienen. No queda tiempo, me pueden quitar mi cuaderno. Adiós.

martes, 11 de octubre de 2011

El elegido

En sus manos estaba la vida de aquel sujeto encerrada entre cubiertas de cuero grueso y negro. Lector asiduo, al recibir el texto se sintió afortunado, pero a la vez, correspondido, y comenzó a leer la historia, el libro gordo. El mejor calificado, hombre escogido de manera prolija (por sí mismo) para comprender dicho relato enredado, ser humano privilegiado, busco incansable el texto que ahora, descansaba entre sus brazos para ser abierto de una vez y conocer la historia de él.  No fue una búsqueda fácil, no mentiría, no tenia porque hacerlo. Se esforzó, aprendió, investigó, pensó, dedujo y ahora un resultado escrito con tinta coronaba todo su trabajo. Claro, un esfuerzo físico se vio implicado también, buscar un tesoro… aunque no de metal brillante sino que de sabiduría, por algo es uno sólo, no miles accesibles para todos. Levantó la cubierta de los secretos y el pasadizo comenzó a mostrase frente a sus ojos de lector. El relato comenzaba desde una época indefinida, en la vida media del personaje. Miró desde un punto arbitrario de pie bajo la existencia del protagonista. Conoció sus logros y vida, sus pasos y pensamientos y vio con frustración (que no quiso reconocer porque un personaje tan distinguido…) que avanzaban más allá de sus puntos limítrofes quedando fuera de su jurisdicción. Retomó la lectura desde este lugar, avanzó más allá de la otra y arrancó un par de páginas que solo servían de confusión. Dejaba el libro sobre el escritorio mientras cerraba los ojos para simplemente volver a leer todo otra vez. Aquella empresa cazó su vida y esta existía para conocer la del personaje de su texto. Las hojas quedaban acumuladas en un montón variable y oscurecía el final del pasillo, quitándole el aspecto finito al lugar. Una historia interminable encerrada entre cubiertas de grueso cuero negro. Releyó 54 veces la página 700, siempre distinta.  Seguía descansando el texto sobre sus brazos con unas páginas desaparecidas para siempre, sin embargo, comenzó a sospechar que estas mismas se unían otra vez a sus compañeras y modificaban su estructura para perpetuar su especie… meditó la idea de arrancarlas en montón para darle un final o quizá así  volvían a ordenarse de una manera distinta, accesible… atemorizado partió a paso desenfrenado por el oscuro corredor sin detenerse a beber un vaso de agua, lo que agotó su fuerza y dejo varado a una altura incierta del camino. Con gemidos angustiosos se despidió de la vida marcando con sus dedos el último trozo leído mientras el texto seguía ahí, con la excesiva tranquilidad de un reloj de arena durmiendo en el suelo, abierto en forma de abanico en la página 600.


Interpretación del cuento
Sonrió, con la sonrisa manchada. Si, aun no aprendía a cuidarlos. Les tenia rencor incluso, por nacer tan desiguales y problemáticos. Sin duda, si debiera escoger una parte de su cuerpo que más le ha causado dolor en la vida, serían ellos. Sus dientes. Apreciaba la sonrisa de otros, dientes chiquitos y blancos, bien cuidados y felices en una boca tranquila. Y los suyos, con extranjeros de metal y goma que molestaban en las comidas, creaban accesos rojizos y terribles a más alla de lo que debería ser y estiraban sus dientes a la fuerza, tironeándolos con abrazo maligno a que se comportaran y llegaran a donde debían posarse. Si, sufró mucho con ellos por años. Pero un día, un maravilloso día, le retiraron los brackets. Recuerda como pasó el tiempo rozándo sus dientes con la lengua, asombrada de lo suave que eran, provocando risas en su amiga. Y como decidió juntar dinero para un blanquemiento dental. Jamás llegó a juntarlo. El cepillo se encontraba a un par de centímetros lejos de sus dedos y de floja, no se estiró a tomarlo. Se mancharon. Sonrió frente al espejo con una mueca de desagrado. Odiaba el estúpido color que tenían por su culpa.

Recuerdo el día que me reí de ese cliché. Me rio de la mayoría de los clichés. Comparar dientes con amigos, nada mas cursi.

lunes, 10 de octubre de 2011

Está zafonista... y que?

Tomé el libro entre mis dedos, pero este no se dejaba leer. Eso era frustrante. Sin televisión, sólo podia distraerme leyendo mientras realizaba mis labores domésticas. Pero el tamaño de mi libro sobrepasaba con creces la capacidad de mi mano y se cerraba continuamente atrapando mis dedos entre sus páginas. Instintivamente, le ordené quedarse quieto de una vez por todas, dada mi costumbre de hablarle a los objetos inanimados sin razón. Me senté. Decidí terminar la página y continuar luego mis deberes, ya que, no era capaz de realizar ambas acciones. Pero ahora estaba atrapada. La hora cambió y recibí un castigo por dejar las cosas inacabadas. Y culpe, erradamente a mi texto, no a mí. O eso creí. Y lo vi como era. Ya no era "mi" libro, yo era "su" lector. El orden de las cosas cambiaron, sin embargo, siempre habia sido así, fuera de mi entendimiento. Era un personaje celoso que, enojado por escogerlo como la opción final, tomó venganza deteniendome en su mundo. Y casi oí una risa oscura brotando de sus hojas. El hechizo ya estaba implantado. Sonreí. Eramos cómplices.

Prólogos y razones

-Esta yegua de aquí es una floja. Eres una floja, tú tienes mucho talento, pero lo desperdicias. Tienes todos tus cuentos escritos en hojas sueltas que se te pueden perder, deberías tenerlos en un archivo protegido. Pero eres floja.- Y luego hizo como si me fuera a pegar en la cabeza (cosa que yo se que mi tierna profe jamás haría)
Y así me decidí a crear un blog con mis cuentos (luego de varias conversaciones como estas)... y bueno, porque mi blog anterior nació como algo literario y luego se transformó en una especie (muy rara) de "diario de vida" (¿aunque un diario de vida es algo que se escribe de forma periódica cierto?) así que ahora es demasiado personal. Por eso, aquí y ahora corto el listón (aplausos porfavor) de mi sede literaria extravagante mental ¡Puro cuento!
Recogo mis hojas, sonrio y bajo del podio. Se abren las puertas. Y ahora, sólo a esperar-los.