Yo escribo en doce. Porque es lo perfecto. Doce líneas, doce palabras.
Doce. Era el número de habitantes de la casa, nosotros diez pensionistas, y ambos dueños. Doce. Como los doce números del reloj, las doce de la noche, momento mágico. La puerta marcaba la casa número doce, y seguramente había doce pasos desde la calle a la entrada. La imperturbable cifra marcaba nuestra existencia como una regla de oro, sellada a fuego sobre nuestras cabezas, tan importante como el minutero que no puede saltarse cinco de sus preciados minutos. La confraternidad, el precio módico que nos cobraban por habitación, baño, y tres comidas diarias, hacía de nuestra estancia en esa ciudad lejana una agradable experiencia. Pero no todo es normal para siempre, porque si el mundo fuera parejo, sería aburrido y monótono. Pues bien, un día se rompió la regla, se quebró el sello, se agregó un paso a la entrada. Un golpe en la puerta, un grito de felicidad, y a la hora de la cena vimos una nueva integrante en la familia. Una muchacha como de mi edad y ojos de expresión inocente. Era la hija de los dueños.
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Los días que siguieron a ese, sorprendí a la muchacha observándome con las mejillas arreboladas, suceso nómade en mi vida, ya que, soy un hombre bastante solitario, no cercano a las fiestas ni a los lugares concurridos, lo que no me hace muy popular entre las mujeres. Volviendo a la muchacha, cada vez que me alcanzaba un objeto o dirigía la palabra, me enseñaba una gran sonrisa y bajaba los ojos, con un destello rosado en su pálida piel. De manos finas y nariz agradable, con una voz suave y con una tendencia a descuidarse del tiempo y del mundo, me terminó por simpatizar. A veces hablábamos, ella me preguntaba por mi vida y yo le respondía un par de cosas, porque nunca he sido muy adicto a estar ventilando mis recuerdos, eso es privado y una de las pocas cosas que se pueden almacenar sin que nadie las toque y use para el mal. Pero en la casa número doce, el mal era algo que ni siquiera se pensaba encontrar, tan idílico y perfecto era nuestro mundo.
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Un día como cualquiera (aunque no día doce, eso claro está) desperté, realicé mi habitual rutina y estando pronto a bajar las escaleras para tomar el desayuno de la casa, escuché un grito aterrorizado. Con un amargo presentimiento, caminé hasta el primer piso y me detuve al darme cuenta de porque el miedo absoluto: la hija de los dueños estaba en el suelo, con los inocentes ojos apagados y una mueca de terror. Alguien llamó a la policía. En un par de minutos, nuestro mundo de rompió, se cerraron las ventanas felices y la casa se cubrió de sombras confusas. El dueño, desesperado, se puso en pie y nos señaló con un dedo amenazante, acusándonos del horrible crimen de acabar con la existencia de su hija. Nos llevaron a una comisaría, donde nos preguntaron diferentes cosas que prefiero no recordar, pues la mayoría eran confusas y sin relación aparente con el suceso. Finalmente, visité a la muchacha en el hospital al que la llevaron en un desperado intento de salvar su vida, la cual pendía de un finísimo hilo, muy pronto a cortarse. Sin embargo, no pude entrar a la habitación y marché rumbo a la casa.
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La carta se cayó de mis manos. Tomé asiento en una pequeña silla del departamento que debí alquilar luego que el dueño de la casa la vendiera. Ya cómodo, me recuperé del mareo que me provocó la noticia: El caso se había resuelto, y yo era el culpable. El citatorio descansaba en el suelo, y si no me hubiese sujetado de la silla, estaría junto a él. Porque, no tienen derecho a decir que yo soy el culpable. Seguramente si la muchacha pudiera resucitar, aseguraría que yo soy la última persona que habría sido capaz de cometer aquel crimen atroz. No digo que fuera su amigo, pero disfrutaba de su compañía. No le decía tantas cosas, pero era mejor así. Todo el mundo cree que con las palabras sellarán relaciones importantes por el resto de sus vidas, pero son esas mismas las que las rompen y terminan por destruir. La justicia no tiene idea. Yo no fui. Necesitaba para demostrar que yo no lo hice. O huir. Esa última idea invadió mi mente y me abrió una ventana de esperanza. Seguramente porque eran las doce del día.
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Sudaba frío. No pude escapar de las autoridades y el “intento de fuga” sólo agravó mi falta. Ahora estaba, naturalmente, en mi juicio, en donde en poco tiempo más se dictaría mi sentencia. Me llamaron adelante. Atolondradamente juré decir la verdad y contesté millones de preguntas inquisidoras que nada tenían que ver con el caso. Al volver a mi puesto, me senté nervioso y si no es por el vaso de agua que descansaba junto a mí me hubiese desmayado. Finalmente, el juez anunció el veredicto: Yo era culpable… ¡Culpable yo! Miré la hora… faltaban cinco minutos para las doce. Solo cinco minutos más y seguramente algo bueno pasaría, algo justo. Siempre he sido un hombre tranquilo, así que fue exactamente así como me comporté a pesar de las injusticias. Sin embargo, por dentro, temblaba. Los hombres en la cárcel son horribles, desarrollan la justicia por sus propias manos, y nos son mejores que el juez que decidió mi futuro. Pero ya no tenía que más hacer.
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Aire frío. Ahora, la justicia. En doce respiros, como la vez anterior.
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Ya no queda tiempo. El reloj avanza y ya vienen esos hombres de blanco, intimidantes, extraños. Como todas las tardes. Este lugar no me gusta, quiero salir. Pero no me es posible, ya que, a mi hoja de vida se le agrega “fuga de la cárcel” e “intento de homicidio”. Pero eso no es verdad. Un día desperté en este lugar, desorientado. Seguramente alguien cometió un delito y me culparon a mí. Arriba de este párrafo hay algo escrito. Son doce palabras. Pero doce mentirosas palabras. Alguien hurtó mi letra y escribió aquello. Yo jamás maté a la muchacha en doce respiros ahogados, no siento el aire frío desde que me encerraron injustamente. Ni menos me despedí de ella con un beso en la frente, pidiéndole que me perdonara, pero no es posible agregarle un número más al reloj. Quien les cree a estos locos, es un tonto. Y enfermeros se dicen llamar. Según dice, tengo un monstruo en el cerebro, un defecto. Ellos deberían encerrarse aquí y sacarme. Ya vienen. No queda tiempo, me pueden quitar mi cuaderno. Adiós.
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